miércoles, 26 de diciembre de 2012

Bravatas de bar. El Angliru dos veces del tirón


   Envalentonado ante el desconocimiento de sus interlocutores sobre la materia, a Dandochepazos se le calienta la boca y, él solito, se complica la existencia con un reto ciclista a todas luces inalcanzable para un globero de su condición.

   ­-Como lo oís. Voy a ascender el Angliru dos veces seguidas; subo, bajo y vuelvo a subir por la otra vertiente. Así, del tirón.

   ­-Claro, claro... -responde sin demasiado interés uno de los dos sujetos que lo acompañan tras apurar su cerveza. “Está mala de cojones; a ver si va a ser una Cruzcampo...” piensa, más preocupado por descubrir la marca de aquel bebedizo que por atender a las bravatas de Dandochepazos.
Hacer planes ciclistas con varias cervezas en el
cuerpo puede no ser una buena idea.

   ­-Oye, pero el Anguilu ése, y dos veces consecutivas... ¿No es demasiado para ti? ­- tercia en la conversación el tercer integrante del grupo, quien pese a su exótico modo de referirse al coloso asturiano, parece tener una vaga noción sobre la magnitud de la ascensión.

   ­-No te vayas a creer. Yo engaño mucho. Este año estoy entrenándome bastante y en la cronoescalada de la IratiXtrem quedé el 432. Ni más, ni menos. ­-Convencido de haber deslumbrado a su escéptico compañero de barra con semejante logro, Dandochepazos da un último trago a su cerveza, que hace la quinta o la sexta de la tarde. El sabor de aquel aguachirri es insufrible; apenas le queda gas y la espuma tiene menos sustancia que la de un lavavajillas de marca blanca. Sin embargo, no le queda otra alternativa que hacer un sacrificio y vaciar el vaso, pues sabe bien que de lo contrario perderá el respeto de sus acompañantes.

­   -Bueno, señores; me despido ­-dice, ya medio ebrio­-, que un servidor debe irse a hacer rodillo; porque en un par de días, a más tardar, parto hacia Asturias.

   Mi camarada había programado aquel viaje hacía tiempo, con el objetivo de enfrentarse, junto a su fiel BH de aluminio, con el Angliru, el Gamoniteiru y otros puertacos de la zona sur del principado. Pero ahora, por si la dificultad de la empresa no era suficiente, la vanidad y el no saber beber le han llevado a marcarse un desafío que puede costarle la salud.

Tirar la bici barranco abajo

   Cierto es que estas bravuconadas de taberna no suelen ir a ninguna parte, porque lo normal es que el responsable de las mismas recupere la compostura y las olvide al llegar a casa, una vez empiezan a disiparse las brumas alcohólicas que ofuscan la mente. Pero en este caso, como en tantas otras ocasiones, mi colega acaba por creerse sus propias fanfarronadas. Así que, tras constatar que no está en condiciones de encaramarse al rodillo y de salir con bien de una sesión de entrenamiento, se dedica a retocar el diseño de la etapa principal que había programado, para incluir en ella su insensato reto.

   El croquis resultante no puede ser más descabellado. Se propone subir el Cordal y luego el Angliru por sus dos vertientes; primero desde La Vega y, posteriormente, desde Santa Eulalia. En total, más de 3.100 metros de desnivel y una sucesión de rampas tan inclinadas que invitan a tirar la bici barranco abajo y a quedarse sentado en la cuneta. No sabría decir cuál de los dos reventará antes; si el Megane de 1997 que debe cubrir los casi 400 kilómetros que hay entre Vitoria y Pola de Lena, o mi talludito colega, que con sus 34 primaveras y achaques diversos, no se si está ya para estas alegrías.

El megane turbodiesel de primera generación
es una auténtica bestia de la carretera.
   Pese a mis dudas iniciales respecto a su fiabilidad, el Renault de mi amigo cubre con solvencia el trayecto hasta la pequeña localidad asturiana. Ahora es el turno de Dandochepazos. La ausencia de campings en la zona le han obligado a instalarse en un hostal, por lo que el presupuesto se le ha disparado y anda un poco rabioso. Acostumbrado a escatimar los céntimos hasta extremos insospechados, los cien euros que le van a clavar por dos noches le parecen todo un dispendio.

Macarrones del Mercadona

   Obsesionado con no repetir errores alimentarios del pasado ­-que tantas pájaras y disgustos le han causado­-, deja sus pertrechos en la pensión y se dirige al Mercadona del pueblo. “Esta vez no será por falta de carbohidratos” piensa, al tiempo que deposita sobre la cinta transportadora varias bandejas de pasta precocinada. Tendrá que comérsela fría en la habitación, porque no es cuestión de hacer saltar la alarma anti-incendios usando allí dentro el hornillo de gas. Pero es lo que hay; bastantes lujos se ha permitido ya con su alojamiento de tres estrellas, como para echar la casa por la ventana con un menú del día.

   Al día siguiente se levanta temprano. Sabe lo que le aguarda, así que lo mejor es acabar cuanto antes. Tras los macarrones fríos de la noche anterior, el desayuno a base de tallarines con setas y pollo le cae como una bomba en el estómago, donde forma un engrudo de difícil digestión. No obstante, no le queda más remedio que zamparse enterito aquel mejunje, porque toda reserva energética va a ser poca ante la vorágine de cuestas, pendientes y fatigas que se avecina.

   Conteniendo como puede las arcadas provocadas por el empacho de comida fría, empieza a dar pedales. Los kilómetros, casi siempre cuesta arriba, pasan despacio. Una explotación de carbón abandonada, reflejo del triste panorama que se le presenta al sector en aquella región minera, atrae por unos momentos su atención, mientras sigue avanzando por la carretera.

El muy infeliz se fija metas inalcanzables
y luego viene el llorar.
   Después de unos dubitativos kilómetros iniciales, a media mañana se sorprende afrontando el tramo más duro del Angliru con cierta dignidad. Finalmente, corona el puerto y, tras el autorretrato de rigor para dar fe de su gesta, da la vuelta para iniciar el descenso. Aunque ha llegado más entero de lo que esperaba, descubre que no tiene ninguna gana de volver a subir hasta allí arriba por la otra vertiente, que comparte la parte final con la que acaba de ascender.

¿Por qué seré tan bocas?”

   “Como tenga que volver a pasar por este calvario me va a dar un mal. Por qué seré tan bocas” se reprocha a si mismo, mientras clava los frenos para que la BH no se le encabrite en aquellas brutales rampas. Un pinchazo en una curva a mitad de descenso acaba convirtiéndose en su salvavidas, pues ­-al menos en un primer momento­- le permite escaquearse de su autoimpuesto desafío sin demasiados remordimientos de conciencia. Solo tiene una cámara de repuesto y, además, la caja de parches se le ha olvidado en su piso. ¿Qué más puede hacer que regresar al hostal y buscar algún recambio para la etapa del día siguiente? No le queda otra opción.

   Veinticuatro horas después, a su regreso de la segunda y última etapa de aquel ministage, sigue dándole vueltas a lo ocurrido en la jornada anterior. Trata de convencerse a sí mismo de que razones de fuerza mayor justificaron su renuncia al doble ascenso del gigante asturiano, y de que aquella decisión no constituye desdoro alguno para su prestigio cicloturista. Pero es inútil; ni siquiera a golpe de caña logra evitar que la extraña sensación de fracaso que crece por momentos en su interior acabe amargándole la jornada.

   De pronto, una voz resuena en la cafetería de la pensión. Es mi camarada, que encendido tras su tercera cerveza e incapaz de contener su frustración, vuelve a las andadas. ­-¡Como hay Dios que el próximo año vuelvo y subo el Angliru dos veces seguidas! ¡Así, del tirón!

­   -Claro, claro... ­-le responde la camarera, al tiempo que tira del cañero para servirle otro vaso.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

El cubil low-cost. Infumable historia ciclista


   La rutina diaria de Dandochepazos transcurre últimamente por extraños derroteros. Cada tarde, nada más llegar a casa, coge un bocadillo, unas cuantas latas de Mahou y se dirige al camarote. Nadie sabe a ciencia cierta a que se dedica en aquel lugar, en el que permanece recluido hasta bien entrada la noche. Se cuenta en la escalera que se oyen ruidos extraños allí arriba: chasquidos, martillazos y ocasionales blasfemias. La inquietud ha cundido entre los más piadosos moradores del inmueble, que temen que mi amigo esté empleándose en algún tipo de actividad delictiva o, peor aún, en alguna suerte de rito pagano.

La lúgubre estancia daba un poco grima.
   Ahora, tras varias jornadas de hermetismo, por fin ha accedido a recibirme en su guarida para hacerme participe de su misterioso proyecto. La puerta de contrachapado está abierta, de forma que me quedo observándolo un rato sin que se dé cuenta. Rodeado de llantas, cubiertas y componentes de bicicleta obsoletos, manipula, ajusta y desmonta piezas a diestro y siniestro, en una especie de frenesí mecánico.

   La penumbra y el olor a moho envuelven su siniestro cubil, en cuyo techo, que nadie se ha preocupado en enyesar, puede verse el tosco armazón de ladrillo y argamasa. Para completar el cuadro, una bombilla cuelga desnuda de un hilo eléctrico, mientras que las paredes y el suelo presentan grietas por doquier. Aquel trastero no puede resultar más tétrico.

   Cuando por fin se da cuenta de mi presencia y se acerca a estrecharme la mano, observo que tiene los ojos enrojecidos y el rostro demacrado. La salva de estornudos que acompaña a su saludo y su trabajosa respiración no hacen sino confirmar que aquella dañina atmósfera, cargada de polvo y humedad, está haciendo estragos en su organismo. Despreocupado, mi alérgico colega se echa al gaznate un par de golpes de Ventolín. Luego, se rasca la barba de varios días y me mira fijamente a través de los cristales de sus gafas, bastante sucios, por cierto.

   -Ya te ha costado subir -me suelta, mientras trata de limpiarse la grasa de los dedos con un trapo mugriento. “A buenas horas”, me digo para mis adentros, sintiendo aún en mi mano derecha el pringoso tacto de su zarpa.

   La verdad es que llegar hasta allí no ha sido tan sencillo como podría parecer, pues la accesibilidad de los desvanes deja mucho que desear. Visto el intrincado recorrido que hay que superar para alcanzar los inexpugnables cuartuchos, cualquiera diría que aquella azotea escondiera la guarida de un superhéroe de poca monta o el laboratorio de un científico enajenado. Primero, un ascensor con llave de seguridad; luego, dos tramos de escaleras; a continuación, una puerta con una cerradura que se atasca; y, finalmente, un pasillo tan estrecho que casi obliga a caminar de lado.

Barreras diversas protegen los
 inexpugnables trasteros.
   Parece que el arquitecto que ideó esta gincana de barreras arquitectónicas tenía cierta prevención hacia las personas con movilidad reducida. Para mí que tras ver a los lisiados terroristas de Acción Mutante, optó por curarse en salud, protegiendo la zona alta del edificio de un posible asalto de tales individuos.¿Paranóico? Así lo parece; aunque dado el cariz que están adquiriendo los recortes en las ayudas a la dependencia, tampoco sería de extrañar que a más de uno le diera por emular a los activistas de dicha película. 

   -¿Se puede saber que estás haciendo?-le pregunto­- Tienes a toda la escalera con la mosca detrás de la oreja con tus escándalos y tus correrías nocturnas por aquí arriba. Mira que como hayas montado un lupanar clandestino te puede caer la del pulpo.

   -¡Qué lupanar ni qué ocho cuartos! ¿Estás loco o qué? Además…¿No ves que ese tema ya está muy trillado. ¿O acaso no has visto en Callejeros que cada vez hay más oferta y que los precios están por los suelos? Solo hay que ver la de garitos de esos que han abierto en el Casco Viejo últimamente. 

   La desconcertante respuesta de Dandochepazos a mi broma me deja descolocado. No se si él también está de guasa o si ahora le ha dado por hacer estudios de mercado acerca del sector del lenocinio. De todas formas, en esta ocasión no estoy allí como amigo, sino como cronista oficial de sus andanzas. Así que voy directo al grano.

   -Bueno, venga; que no tengo todo el día. Ya puedes ir contándome ese proyecto tuyo tan misterioso, que necesito algo con lo que rellenar el blog.

   -Pues nada; que estoy preparándome para convertirme en mecánico de bicicletas. Voy a poner en marcha un taller low-cost, que parece que con esto de la crisis es algo que se ha puesto muy de moda.

   -Espero que estés de broma.

Con estos mimbres, malamente se va a poder reparar nada.
   -¡Qué va! Mira, me he imprimido unos manuales de Ciclismo a Fondo en PDF. Además, con los tutoriales de mecánica que hay en Youtube, esto va a ser coser y cantar. Ya solo me queda darme de alta como autónomo, hacer algún que otro trámite y pegar unos carteles por el barrio para promocionar el negocio.

   -Tú quieres hundirme, ¿no? ¿Toda la semana esperando a que me cuentes alguna de tus historias y ahora me sales con semejante simpleza? ¿No ves que estas fantasías tuyas no interesan a nadie?

   Un taller de reparaciones, dice. Es que no no tiene ni pies ni cabeza. Pero si con lo manazas que es no iba a ganar para indemnizaciones. Eso o estar recibiendo palizas un día sí y al otro también por parte de las víctimas de sus estragos. Joder, como no me busque otro tema, me va a quedar un artículo infumable de cojones. Como si lo estuviera viendo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

MacGyver y Álvaro Pino. Cargante revival ochentero

(*Nota del autor: ¡Ojo al parche!, amigo lector. El texto que sigue a continuación es una colaboración del que esto escribe publicada en la revista Desdelacuneta.Si ya lo ha leído allí, pase sin demora a la siguiente entrada de este blog, en la que podrá encontrar material exclusivo sobre el inefable Dandochepazos)

   Como si no tuviera bastante con el regreso de los relojes Casio, las reposiciones de MacGyver y los anuncios protagonizados por nostálgicos del casete y las hombreras, ahora va Dandochepazos y se suma al insoportable revival ochentero que me atormenta día y noche.

   Me lo encuentro ojeroso y despeinado, rodeado de paquetes de Risketos vacíos. Está en su habitación favorita, donde el rodillo convive con cómics, revistas de ciclismo, videoconsolas y una cesta para la ropa sucia, en un batiburrillo bastante poco elegante.

   -¡Mira lo que he encontrado en Youtube! ¡Los videos de la victoria de Álvaro Pino en la Vuelta de 1986! ­-me dice todo exaltado, para mostrarme a continuación en el ordenador unas imágenes descoloridas en las que se puede ver a unos ciclistas con calapiés y viseras. Aquello tiene algo de fantasmagórico, es como verse transportado de repente a la España de Naranjito y del Un, Dos, Tres.
Tanta tontería con los ochenta puede acabar reblandeciendo 
los sesos a más de uno. (foto: productwiki.com) 

   Mientras observo las evoluciones de los Pino, Fignon y Millar de turno por esas carreteras de Dios, mi visión periférica detecta algo preocupante: un interminable listado de videos sobre aquella Vuelta acecha, amenazante, en el lado derecho de la pantalla. Me temo lo peor.

   - Álvaro Pino fue mi primer ídolo del ciclismo­- me confiesa en tono solemne.
­- Pues me parece muy bien­- le respondo, al tiempo que mis engranajes mentales trabajan a marchas forzadas en busca de una salida a aquella encerrona.

   A estas alturas, parece claro que este elemento quiere embarcarme en un videomaratón de nostalgia ciclista, en una especie de 'Cine de Barrio' deportivo en el que un locutor de TVE con voz ceremoniosa hace las veces de José Manuel Parada o de Carmen Sevilla.

   El puntero del ratón comienza a desplazarse peligrosamente hacia el segundo título de la lista, y a mí no se me ocurre ninguna excusa que pueda salvarme del castigo que me aguarda sin herir los sentimientos de mi susceptible camarada.

   - En mi cuarto tenía un póster en el que aparecía pletórico: de pié sobre la bici, con el maillot del Zor-BH y una cinta en la cabeza­-, me comenta, mientras activa el enlace de la etapa de Lagos de Covadonga de aquella remota edición de la Vuelta.

   Reparo en ese momento en la cabellera abundante y lustrosa que lucía el exdirector de Kelme y actual comentarista de Onda Cero. Nada hacía presagiar entonces que, de allí a unos años, el bueno de Pino pasaría a engrosar, junto a otros ilustres ciudadanos como Kiko Matamoros, Paquirrín o Cristóbal Montoro, la lista de grandes personajes españoles afectados por el zarpazo de la alopecia.

   Los vídeos se suceden y, producto del aburrimiento, caigo en una especie de letargo. Me invade la desgana e, indolente, me dejo arrastrar por una eterna secuencia de resúmenes de la ronda española. Ya ni siquiera me esfuerzo en buscar un pretexto que me saque de aquella hipnótica trampa.

   Un buen rato después, y arruinada ya la mañana del domingo, termina por fin aquella soporífera sucesión de imágenes de baja definición, aquel viaje atrás en el tiempo en el que nunca debí dejarme embarcar.

   “¡Pero cuánto mal está haciendo esta perniciosa moda retro-ochentera a la sociedad!”, me lamento de camino a casa, acelerando el paso para no perderme el comienzo de El Coche Fantástico en la tele.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Calamitoso debut cicloviajero. Angustia y ridículo en la meseta castellana (II)


   “Me cago en el tendero y en sus sucias artimañas; menuda mierda de material me ha vendido el muy ladrón”. Mascullando juramentos y lamentándose por su perra suerte, Dandochepazos avanza en solitario sobre su bicicleta por una carretera desierta. La ira crece por momentos en su interior, y su crispado rostro dista mucho de reflejar la alegría y placidez que cabría esperar en quien acaba de emprender su primera aventura cicloviajera.

   El traqueteo de las alforjas delata su deficiente sistema de anclaje al portabultos, sobre el que bailan y se bambolean de forma preocupante con cada irregularidad del terreno. Eso en el mejor de los casos, porque aunque apenas lleva recorridos unos pocos kilómetros, el equipaje ya ha estado a punto de irse al carajo en varias ocasiones. Con frecuencia exasperante, los enganches se desprenden de la parrilla, de forma que las alforjas , junto con la tienda de campaña y la esterilla que reposan sobre ellas, se quedan sin más sujeción que el pulpo que mantiene todo aquel tenderete atado al trasportín.

   Ante el riesgo de que con cada nuevo bache se desmorone el precario hatillo que a duras penas se mantiene sobre el portaequipajes, el infeliz excursionista vuelve la vista atrás una y otra vez, temeroso de descubrir un reguero de cachivaches de acampada desparramado por el asfalto. Así no hay forma de disfrutar del paisaje, de la ruta, ni de nada.

Una deficiente equipación puede ser fuente inagotable de disgustos. 
   Además, tras un par de tentativas fallidas, se ve obligado a restringir su itinerario a los límites de la calzada, dejando para mejor ocasión las incursiones por pistas y superficies 'off-road'. Al fin y al cabo, no es cuestión de romperse la crisma en algún sendero pedregoso por culpa del chapucero e inestable paquete de suministros que acarrea en su Conor.

   Pero no son estos pequeños contratiempos los únicos sinsabores que, en aquella invernal mañana de 2004, afligen a Dandochepazos. Perturbadoras conjeturas acerca de su futuro laboral rondan también por su mente. Desde la noche anterior, un mensaje de texto permanece agazapado, como una fatídica advertencia, en el buzón de entrada de su Alcatel polifónico. “El editor ha bajado a la redacción para hablar con nosotros. Dice que la cosa está muy malamente y que si no llega un nuevo socio que aporte capital, lo más probable es que el periódico acabe chapando. El mensaje es de su jefe de sección ­-hoy tristemente fallecido­-, un entrañable periodista aficionado al whisky y a regar con ingentes cantidades de tabasco todo aquel plato que se le pusiera a tiro.

   Los kilómetros y las horas van pasando. Centrales hidroeléctricas, pueblos semidesiertos y parajes agrestes se suceden ante la mirada del cicloexplorador, en su avance por la frontera entre España y Portugal, en la comarca de Arribes del Duero. Llevado por su morbosa afición al escombro y la devastación, se entretiene recorriendo los andenes de una estación de ferrocarril abandonada y disfruta observando las desconchadas fachadas de alguna aldea. Junto con la cena a base de latas de conservas y embutido que se zampará al final de la jornada, aquellos son sin duda los mejores momentos de la primera etapa de su expedición.

   La tarde empieza a caer y Dandochepazos decide buscar un sitio en el que plantar el campamento, sin saber que la sombra del infortunio sigue pegada a su rueda, presta a golpear de nuevo a la menor ocasión. De todas formas, justo es reconocer que en este caso ­-como en muchas situaciones similares­- mi camarada se ha ganado a pulso el sobresalto que está a punto de sufrir. Sus chapuceros apaños están cerca de costarle un grave disgusto cuando, en el descenso hacia una ermita, una correa de las alforjas mal ajustada acaba enredándose en los radios. “Pa´ haberse matao”, piensa. Detenido en la cuneta y todavía con el miedo en el cuerpo tras el repentino bloqueo de la rueda trasera, se sorprende de haber logrado controlar la bici y de no haberse desgraciado.

La esterilla y el saco de dormir no te salvarán
del frío ni de los aldeanos homicidas
   Ya casi no hay luz cuando por fin llega a la ermita, así que renuncia a montar la tienda de campaña y opta por pasar la noche guarecido en el pórtico del templo. El frío no le deja pegar ojo, de forma que pasa el rato escuchando el programa deportivo de la medianoche que, entre interferencias, logra sintonizar en el transistor. De pronto, oye el ruido de un motor y unos faros surgen de la oscuridad. El coche se detiene a pocos metros del santuario, tan cerca que puede escuchar la música que suena en el interior de su habitáculo aunque las ventanillas permanecen cerradas.

   ¿Qué hará un vehículo a esas horas y en aquel rincón perdido? El cerebro de Dandochepazos empieza a trabajar, buscando un motivo que justifique aquella intempestiva visita. Lo más probable es que sea una pareja que no tiene otro lugar donde dedicarse a sus quehaceres. También podría tratarse de un grupo de chavales que han ido allí a soplarse unas cervezas.

   Sí, pero... ¿Y si no es así? Suposiciones nada tranquilizadoras empiezan a tomar forma en su imaginación. ¿Y si se trata de unos delincuentes que deciden apalearlo para hacerse con sus preciados pertrechos de cicloaventurero? ¿Y si es un pueblerino perturbado que le descerraja un tiro con una escopeta de caza? Mi camarada se mantiene alerta, en una tensa espera. Los minutos van pasando y el coche sigue allí, pero no sale nadie. Parece que no lo han visto. Un rato después, el vehículo arranca y vuelve a perderse en la negrura de la noche. Aliviado, Dandochepazos logra por fin echar una cabezada.

   Acostumbrado ya a la penosa rutina de paradas y ajustes que le impone la precariedad de su petate, el parte de incidentes del día siguiente se limita a los daños que presenta el portabultos, cuyas frágiles varillas empiezan a doblarse bajo el peso de los enseres que se apilan sobre la parrilla. Parece que el dependiente de la tienda de bicicletas ha aprovechado para colarle todo el género defectuoso que guardaba en el almacén.

   Las cosas se complican al llegar la noche. Algo no marcha bien en el interior de la tienda de campaña monoplaza. En el cielo raso no hay una sola nube, pero gotas de agua empiezan a caer, poco a poco, sobre el saco de dormir. El traicionero fenómeno de la condensación, sobre el que mi ignorante colega no había tenido noticia hasta la fecha, está haciendo su aparición.

   Como el pardillo que es, Dandochepazos había comprado una Inesca Biker sin doble techo. Sin una capa intermedia que actúe de barrera, las gotas de agua que se forman en la parte interna de la cubierta, como consecuencia de la diferencia de temperatura entre el exterior y el interior del refugio, acaban cayéndole en plena jeta y empapando su ropa de abrigo.

Asín quedaron las extremidades inferiores
de mi amigo.
   El sirimiri que los caprichos de la física han desencadenado dentro de aquella madriguera de poliéster es sumamente molesto. Pero el asunto empieza a ponerse feo de verdad con la llegada del frío. Aun en los estertores del invierno, la noche resulta gélida en la altiplanicie castellano-leonesa. Aterido, apenas logra conciliar el sueño. Tiene los pies entumecidos y, según avanzan las horas, empieza a notar síntomas de congelación. No es para menos, pues como comprueba alarmado a la mañana siguiente, una capa de hielo cubre la lona de la tienda en aquellas zonas en las que el efecto de la condensación ha ido acumulando una mayor cantidad de humedad.

   Mientras trata de entrar en calor y desayuna un sándwich de cabeza de jabalí, el desvalido muchacho reflexiona sobre su futuro inmediato. No le quedan demasiadas ganas de tirarse otros dos días penando por aquellos andurriales dejados de la mano de Dios, sufriendo los embates de la hipotermia y de su desastroso material. Pero si se vuelve con el rabo entre las piernas, fijo que se entera algún compañero de trabajo y acaba siendo víctima del cachondeo general en la redacción. ¡Menudo ridículo, después de haber estado anunciado a los cuatro vientos su odisea por todo el periódico! 

   Un nuevo mensaje en el móvil resuelve el dilema de un plumazo. “Tómatelo con calma; no hace falta que vuelvas. La empresa se ha ido a la mierda definitivamente. Ya solo queda recoger los papeles y, si quieres, recurrir al sindicato para la indemnización”. Mira tú que bien; ya no hay por qué preocuparse de dar explicaciones a nadie.